, 30 Abr. 23 (ACI Prensa).- Las últimas palabras que Jesús pronuncia, en el Evangelio que hemos escuchado, resumen el sentido de su misión: “Yo he venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Esto es lo que hace un buen pastor: da la vida por sus ovejas.
Así Jesús, como un pastor que va en busca de su rebaño, vino a buscarnos cuando estábamos perdidos; como un pastor, vino a arrancarnos de la muerte; como un pastor, que conoce a cada una de sus ovejas y las ama con ternura infinita, nos ha hecho entrar en el redil del Padre, haciéndonos hijos suyos.
Contemplemos entonces la imagen del buen Pastor, y detengámonos en dos acciones que, como narra el Evangelio, Él realiza por sus ovejas: primero las llama, después las hace salir.
En primer lugar, “llama a sus ovejas” (cf. v. 3). Al comienzo de nuestra historia de salvación no estamos nosotros con nuestros méritos, nuestras capacidades, nuestras estructuras; en el origen está la llamada de Dios, su deseo de alcanzarnos, su preocupación por cada uno de nosotros, la abundancia de su misericordia que quiere salvarnos del pecado y de la muerte, para darnos la vida en abundancia y la alegría sin fin.
Jesús vino como buen Pastor de la humanidad para llamarnos y llevarnos a casa. Nosotros entonces, con memoria agradecida, podemos recordar su amor por nosotros; por nosotros que estábamos alejados de Él.
Sí, mientras “todos andábamos errantes como ovejas» y «siguiendo cada uno su propio camino” (Is 53,6), Él soportó nuestras iniquidades y cargó con nuestras culpas, conduciéndonos nuevamente al corazón del Padre.
Así lo hemos escuchado del apóstol Pedro en la segunda lectura: “Porque antes andaban como ovejas perdidas, pero ahora han vuelto al Pastor y Guardián de ustedes” (1 P 2,25).
Y, aún hoy, en cada situación de la vida, en aquello que llevamos en el corazón, en nuestros extravíos, en nuestros miedos, en el sentido de derrota que a veces nos asalta, en la prisión de la tristeza que amenaza con encerrarnos, Él nos llama.
Viene como buen Pastor y nos llama por nuestro nombre, para decirnos lo valiosos que somos a sus ojos, para curar nuestras heridas y cargar sobre sí nuestras debilidades, para reunirnos en su grey y hacernos familia con el Padre y entre nosotros.
Hermanos y hermanas, mientras estamos aquí esta mañana, sentimos la alegría de ser pueblo santo de Dios. Todos nosotros nacemos de su llamada; Él es quien nos ha convocado y por eso somos su pueblo, su rebaño, su Iglesia.
Nos ha reunido aquí para que, aun siendo diferentes entre nosotros y perteneciendo a comunidades distintas, la grandeza de su amor nos congregue a todos en un único abrazo.
Es hermoso estar juntos: los obispos y los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos; y es hermoso compartir esta alegría junto con las delegaciones ecuménicas, los jefes de la Comunidad judía, los representantes de las Instituciones civiles y del Cuerpo Diplomático.
Esto es catolicidad: todos nosotros, llamados por nuestro nombre por el buen Pastor, estamos invitados a acoger y difundir su amor, a hacer que su redil sea inclusivo y nunca excluyente.
Y, por eso, todos estamos llamados a cultivar relaciones de fraternidad y colaboración, sin dividirnos entre nosotros, sin considerar nuestra comunidad como un ambiente reservado, sin dejarnos arrastrar por la preocupación de defender cada uno el propio espacio, sino abriéndonos al amor mutuo.
Después de haber llamado a las ovejas, el Pastor «las hace salir» (Jn 10,3). Primero, llamándolas, las hizo entrar en el rebaño, luego las conduce hacia afuera.
Primero somos reunidos en la familia de Dios para ser constituidos su pueblo, pero después somos enviados al mundo para que, con valentía y sin miedo, seamos anunciadores de la Buena Noticia, testigos del amor que nos ha regenerado.
Este movimiento —entrar y salir— podemos comprenderlo con otra imagen que usa Jesús; la de la puerta. Él dice: “Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento” (v. 9).
Volvamos a escuchar bien esto: entrará y saldrá. Por una parte, Jesús es la puerta que se abre de par en par para hacernos entrar en la comunión del Padre y experimentar su misericordia; pero, como todos saben, una puerta abierta sirve tanto para entrar como para salir del lugar en el que se encuentra.
Y entonces, después de habernos conducido nuevamente al abrazo de Dios y al redil de la Iglesia, Jesús es la puerta que nos hace salir al mundo. Él nos impulsa a ir al encuentro de los hermanos.
Y recordémoslo bien: todos, sin excepción, estamos llamados a esto, a salir de nuestras comodidades y tener la valentía de llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 20).
Hermanos y hermanas, estar “en salida” significa para cada uno de nosotros convertirse, como Jesús, en una puerta abierta. Es triste y hace daño ver puertas cerradas: las puertas cerradas de nuestro egoísmo hacia quien camina con nosotros cada día, las puertas cerradas de nuestro individualismo en una sociedad que corre el riesgo de atrofiarse en la soledad; las puertas cerradas de nuestra indiferencia ante quien está sumido en el sufrimiento y en la pobreza; las puertas cerradas al extranjero, al que es diferente, al migrante, al pobre.
E incluso las puertas cerradas de nuestras comunidades eclesiales: cerradas entre nosotros, cerradas al mundo, cerradas al que “no está en regla”, cerradas al que anhela al perdón de Dios.
Hermanos y hermanas, ¡por favor! ¡Por favor, abramos las puertas!
También nosotros intentemos —con las palabras, los gestos, las actividades cotidianas— ser como Jesús, una puerta abierta, una puerta que nunca se le cierra en la cara a nadie, una puerta que permite entrar a experimentar la belleza del amor y del perdón del Señor.
Repito esto sobre todo a mí mismo, a los hermanos obispos y sacerdotes; a nosotros pastores.
Porque el pastor, dice Jesús, no es un asaltante o un ladrón (cf. Jn 10,8); no se aprovecha de su cargo, no oprime al rebaño que le ha sido confiado; no “roba” el espacio de los hermanos laicos; no ejercita una autoridad rígida.
Hermanos, animémonos a ser puertas cada vez más abiertas; “facilitadores” -esta es la palabra, “facilitadores”- de la gracia de Dios, expertos en cercanía, dispuestos a ofrecer la vida, así como Jesucristo, nuestro Señor y nuestro todo, nos lo enseña con los brazos abiertos desde la cátedra de la cruz y nos lo muestra cada vez en el altar, Pan vivo que se parte por nosotros.
Lo digo también a los hermanos y a las hermanas laicos, a los catequistas, a los agentes pastorales, a quienes tienen responsabilidades políticas y sociales, a aquellos que sencillamente llevan adelante su vida cotidiana, a veces con dificultad: sean puertas abiertas. ¡Sean puertas abiertas!
Dejemos entrar en el corazón al Señor de la vida, su Palabra que consuela y sana, para luego salir y ser, nosotros mismos, puertas abiertas en la sociedad. Ser abiertos e inclusivos unos con otros, para ayudar a Hungría a crecer en la fraternidad camino de la paz.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús buen Pastor nos llama por nuestro nombre y nos cuida con ternura infinita. Él es la puerta y quien entra por Él tiene la vida eterna. Él es nuestro futuro, un futuro de “vida en abundancia” (Jn 10,10).
Por eso, no nos desanimemos nunca, no nos dejemos robar nunca la alegría y la paz que Él nos ha dado; no nos encerremos en los problemas o en la apatía. Dejémonos acompañar por nuestro Pastor; con Él, nuestra vida, nuestras familias, nuestras comunidades cristianas y toda Hungría resplandezcan de vida nueva.
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