MADRID, 30 Abr. 21 (ACI Prensa).- Amparo Portilla Crespo, la esposa y madre de 11 hijos a quien el Papa Francisco reconoció como venerable el 24 de abril, fue una mujer “normal, alegre y optimista” que tenía “mucha confianza en Dios y un abandono a Él”, afirmó su hija Amparo Romero Portilla.
En declaraciones a ACI Prensa, su hija Amparo Romero Portilla describió a su madre como “una persona muy normal, muy cariñosa, muy alegre, optimista. En la vida tuvo dificultades económicas, familiares, enfermedades, pero ella siempre estuvo alegre”.
Una alegría que, según explicó Amparo Romero, “se debía a que era una mujer con mucha fe. Tenía mucha confianza en Dios y un abandono en Él desde pequeña, en su familia, en el colegio. Y luego lo desarrolló, porque tenía una formación religiosa buena”.
Amparo Portilla nació en Valencia (España), el 26 de mayo de 1925. Sufrió las consecuencias de la Guerra Civil española (1936-1939) al verse obligada a dejar los estudios y al perder a su padre asesinado en 1937. Amparo tenía entonces 12 años.
Luego de la guerra finalizó sus estudios de maestra y comenzó su actividad como catequista. Se trasladó a Madrid y se casó en 1950 con Federico Romero. Durante los primeros años de su matrimonio se incorporó con su marido a la Obra Apostólica Familiar, institución de la que llegó a ser líder nacional.
Siempre estuvo muy comprometida con la pastoral familiar, daba charlas y cursos a novios y matrimonios. También enseñaba a leer y escribir a personas sin alfabetizar.
Siempre tuvo una gran fe en Dios, una confianza que cultivó con la asistencia y Misa diaria, que le ayudó a vivir con sentido cristiano la dolorosa enfermedad que padeció cuando le detectaron un cáncer de pulmón.
Durante la conversación con ACI Prensa, su hija Amparo afirmó que la religiosidad de su madre era muy normal, “consecuencia de ese abandono en Dios”. Sin embargo, insistió en que “no era ‘fideísta’, sino que en ella había fe y razón: estudiaba, leía y luego lo aplicaba”, siempre “dentro de una normalidad absoluta”.
“Mi madre no daba sermones, ni estaba todo el día corrigiendo, ni dando consejitos, sino que lo hacía patente con su vida, y cuando tenía que decir algo, lo decía, claro. Era consecuente con lo que creía”, subrayó.
Amparo Portilla “había estudiado Magisterio y Puericultura, y antes de casarse trabajaba en una institución que se llamaba Biblioteca y Documentación, en Valencia, como lectora de libros de los que después hacía comentarios críticos para que la gente supiera qué orientación tenían, tanto cultural como doctrinal”.
Ese trabajo lo siguió haciendo en Madrid cuando se casó, “pero luego lo dejó porque no tenía tiempo. Tuvo 11 hijos, prácticamente uno cada año, algunos se llevan 11 meses, y se dedicaba a la familia, a los hijos. Y después también a las personas que llevaba a casa, pues les daba formación, cursillos, a gente que no sabía leer pues les enseñaba a leer… Se involucró mucho también con las familias que trabajaban en casa”.
“Compaginaba su vida familiar con la dedicación a su apostolado. Y dedicaba también tiempo a sus amistades. Mis padres salían con sus amigos y lo pasaban bien. Pero la familia y la educación de sus hijos era su prioridad. Mis padres se preocuparon mucho de que fuéramos a unos colegios donde nos dieran una buena formación”, explicó.
Amparo Portilla “siempre estaba alegre. Nuestra casa era una casa alegre. Era una persona descomplicada: quería las cosas sencillas. Iba a Misa todos los días, leía el Evangelio…, pero todo de forma muy normal”.
Por ejemplo, “íbamos en el coche y rezábamos una parte del Rosario, íbamos a una iglesia y rezábamos ante el Sagrario, pasábamos junto a un cementerio y rezábamos por las almas del Purgatorio. Pero para mí todo eso es normal porque lo he vivido de pequeña. Eran unas cosas que impregnaban la vida con absoluta normalidad, sin ‘beatería’”.
“Tenía un carácter fuerte, pero supo dominarlo. No era una persona meliflua. Era amable, afable. Tuvo una preocupación hasta el final de su vida de que todas las personas estuvieran cerca de Dios. En todas las personas veía que eran hijas de Dios y por eso las trataba muy bien”, afirmó.
Enfermedad
En febrero de 1994 le diagnosticaron a Amparo Portilla un cáncer de pulmón en estadio avanzado. Las alarmas, explicó su hija, saltaron unos meses antes, a finales de 1993, “por Navidad”.
“Ella estaba muy cansada. Tengo varios hermanos que son médicos y le dijeron que se fuera a hacer unas pruebas. Pero ella quiso dejar pasar las Navidades, porque siempre hay mucho jaleo en las casas en esas fechas: hay mucha gente, mucho trabajo. En febrero se fue a hacer una radiografía del pulmón, y vieron que tenía cáncer”, narró Amparo Romero.
Todos se llevaron un susto con el diagnóstico. Sin embargo, no se lo comunicaron de forma inmediata: “Cuando mi padre le contó a mi madre el diagnóstico, mi madre se lo tomó tranquila y serena. Incluso se fue a su habitación tarareando una canción, la ‘Vie en Rose’, de Édith Piaf”.
Luego, “mi padre bajó a Misa, y como mi madre se encontraba mal se tumbó en la cama. Pero después pensó: ‘¿Cómo me voy a quedar yo aquí? Voy a ofrecérselo al Señor’. Entonces bajó ella también a Misa. Así empezaron dos años y medio duros para ella pero que los llevó con mucha alegría, ofreciéndoselo a Dios, luchando por vivir, porque era una persona que amaba la vida. Se lo ofreció a Dios, pero lo aceptó”.
A continuación, vinieron más pruebas, “unas broncoscopias, algo muy doloroso porque ahora se hacen con anestesia, entonces no. Ahí vieron que tenía el cáncer en un estadio muy avanzado”.
“Le dieron quimioterapia y con la quimioterapia lograron reducirlo para que se pudiese operar. Se operó en noviembre, le tuvieron que quitar un pulmón entero. La operación fue bien, pero hubo una complicación. En un caso de cada mil hay una posibilidad de que se realzara la tráquea y ocurrió. Entonces había que hacerle curas diarias entrando por el costado para limpiar, que no hubiera infección, hasta que se cerrara la fístula de la tráquea”.
Después “le hicieron otra intervención para intentar cerrar la herida, y contaba el cirujano que la operó que por el tipo de operación no la podían anestesiar. Fue una operación muy dura y contaba este mismo cirujano que había hecho esa intervención tres o cuatro veces y todo el mundo grita, porque es un horror de sufrimiento. Y decía que en cambio ella sonreía y le animaba”.
Recuperada de la operación “se fue a casa con las curas y con la esperanza de que se cerrara la fístula, pero nunca se cerró”.
“Tenía que hacer dos curas diarias, que era un poco difícil, y con el peligro de infección. Podía hacer vida más o menos normal, pero sin salir mucho de casa por el peligro de infección. De hecho, durante ese tiempo, se casaron dos hermanos, ella fue a una de las bodas, participaba de todo, estaba bien, alegre, se preocupaba por los demás antes que de ella y de su enfermedad. No abandonó nunca el interés”.
Sin embargo, “como no se le pudo poner quimioterapia porque tenía el costado abierto, se produjo la metástasis y llegó un momento en que se dio cuenta de que era el fin de su vida. Entonces recitaba unas poesías de Jorge Manrique que decían: ‘Querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera es locura’. Manifestaba así esa aceptación de que es lo que Dios quiere”.
Amparo Romero terminó la conversación sobre su madre recordando que “nos decía: ‘Cuando yo muera nada de ay mi mamaíta: Misas, Misas y oraciones’, como diciendo que ‘a ver si va solo a lamentarse y se olvidan de lo importante’”.
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