VATICANO, 24 Dic. 17 (ACI).- El Papa Francisco presidió a las 21:30 hora local en la Basílica de San Pedro la Santa Misa de la Natividad del Señor en una celebración acompañado de algunos cardenales decenas de sacerdotes y miles de fieles.
En su homilía, el Pontífice afirmó que la Navidad "es tiempo para transformar la fuerza del miedo en fuerza de la caridad, en fuerza para una nueva imaginación de la caridad. La caridad que no se conforma ni naturaliza la injusticia sino que se anima, en medio de tensiones y conflictos, a ser «casa del pan», tierra de hospitalidad".
A continuación, la homilía completa del Papa:
«María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre porque no había lugar para ellos en el albergue» (Lc 2,7). De esta manera, simple pero clara, Lucas nos lleva al corazón de esta noche santa: María dio a luz, María nos dio la Luz. Un relato sencillo para sumergirnos en el acontecimiento que cambia para siempre nuestra historia. Todo, en esa noche, se volvía fuente de esperanza.
Vayamos unos versículos atrás. Por decreto del emperador, María y José se vieron obligados a marchar. Tuvieron que dejar su gente, su casa, su tierra y ponerse en camino para ser censados. Una travesía nada cómoda ni fácil para una joven pareja en situación de dar a luz: estaban obligados a dejar su tierra. En su corazón iban llenos de esperanza y de futuro por el niño que vendría; sus pasos en cambio iban cargados de las incertidumbres y peligros propios de aquellos que tienen que dejar su hogar.
Y luego se tuvieron que enfrentar quizás a lo más difícil: llegar a Belén y experimentar que era una tierra que no los esperaba, una tierra en la que para ellos no había lugar.
Y precisamente allí, en esa desafiante realidad, María nos regaló al Enmanuel. El Hijo de Dios tuvo que nacer en un establo porque los suyos no tenían espacio para él. «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Y allí…, en medio de la oscuridad de una ciudad, que no tiene ni espacio ni lugar para el forastero que viene de lejos, en medio de la oscuridad de una ciudad en pleno movimiento y que en este caso pareciera que quiere construirse de espaldas a los otros, precisamente allí se enciende la chispa revolucionaria de la ternura de Dios. En Belén se generó una pequeña abertura para aquellos que han perdido su tierra, su patria, sus sueños; incluso para aquellos que han sucumbido a la asfixia que produce una vida encerrada.
En los pasos de José y María se esconden tantos pasos. Vemos las huellas de familias enteras que hoy se ven obligadas a marchar. Vemos las huellas de millones de personas que no eligen irse sino que son obligados a separarse de los suyos, que son expulsados de su tierra. En muchos de los casos esa marcha está cargada de esperanza, cargada de futuro; en muchos otros, esa marcha tiene solo un nombre: sobrevivencia. Sobrevivir a los Herodes de turno que para imponer su poder y acrecentar sus riquezas no tienen ningún problema en cobrar sangre inocente.
María y José, los que no tenían lugar, son los primeros en abrazar a aquel que viene a darnos carta de ciudadanía a todos. Aquel que en su pobreza y pequeñez denuncia y manifiesta que el verdadero poder y la auténtica libertad es la que cubre y socorre la fragilidad del más débil.
Esa noche, el que no tenía lugar para nacer es anunciado a aquellos que no tenían lugar en las mesas ni en las calles de la ciudad. Los pastores son los primeros destinatarios de esta buena noticia. Por su oficio, eran hombres y mujeres que tenían que vivir al margen de la sociedad. Las condiciones de vida que llevaban, los lugares en los cuales eran obligados a estar, les impedían practicar todas las prescripciones rituales de purificación religiosa y, por tanto, eran considerados impuros. Su piel, sus vestimentas, su olor, su manera de hablar, su origen los delataba. Todo en ellos generaba desconfianza. Hombres y mujeres de los cuales había que alejarse, a los cuales temer; se los consideraba paganos entre los creyentes, pecadores entre los justos, extranjeros entre los ciudadanos. A ellos (paganos, pecadores y extranjeros) el ángel les dice: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11).
Esa es la alegría que esta noche estamos invitados a compartir, a celebrar y a anunciar. La alegría con la que a nosotros, paganos, pecadores y extranjeros Dios nos abrazó en su infinita misericordia y nos impulsa a hacer lo mismo.
La fe de esa noche nos mueve a reconocer a Dios presente en todas las situaciones en las que lo creíamos ausente. Él está en el visitante indiscreto, tantas veces irreconocible, que camina por nuestras ciudades, en nuestros barrios, viajando en nuestros metros, golpeando nuestras puertas.
Y esa misma fe nos impulsa a dar espacio a una nueva imaginación social, a no tener miedo a ensayar nuevas formas de relación donde nadie tenga que sentir que en esta tierra no tiene lugar. Navidad es tiempo para transformar la fuerza del miedo en fuerza de la caridad, en fuerza para una nueva imaginación de la caridad. La caridad que no se conforma ni naturaliza la injusticia sino que se anima, en medio de tensiones y conflictos, a ser «casa del pan», tierra de hospitalidad. Nos lo recordaba san Juan Pablo II: «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!» (Homilía en la Misa de inicio de Pontificado, 22 octubre 1978)
En el niño de Belén, Dios sale a nuestro encuentro para hacernos protagonistas de la vida que nos rodea. Se ofrece para que lo tomemos en brazos, para que lo alcemos y abracemos. Para que en él no tengamos miedo de tomar en brazos, alzar y abrazar al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al preso (cf. Mt 25,35-36). «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». En este niño, Dios nos invita a hacernos cargo de la esperanza. Nos invita a hacernos centinelas de tantos que han sucumbido bajo el peso de esa desolación que nace al encontrar tantas puertas cerradas. En este Niño, Dios nos hace protagonistas de su hospitalidad.
Conmovidos por la alegría del don, pequeño Niño de Belén, te pedimos que tu llanto despierte nuestra indiferencia, abra nuestros ojos ante el que sufre. Que tu ternura despierte nuestra sensibilidad y nos mueva a sabernos invitados a reconocerte en todos aquellos que llegan a nuestras ciudades, a nuestras historias, a nuestras vidas. Que tu ternura revolucionaria nos convenza a sentirnos invitados, a hacernos cargo de la esperanza y de la ternura de nuestros pueblos.
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