VATICANO, 30 May. 20 (ACI Prensa).- El Papa Francisco envió a los sacerdotes de la Diócesis de Roma, de la que es Obispos, una carta con motivo de la Solemnidad de Pentecostés mediante la cual quiere hacerse cercano a cada uno de ellos en un momento en el que todavía duran las consecuencias de la pandemia causada por el coronavirus que tanto sufrimiento ha causado, y todavía causa, en tantas personas.
A continuación, el texto completo de la carta del Papa Francisco:
Queridos hermanos:
En este tiempo pascual pensaba encontrarlos y celebrar juntos la Misa Crismal. Al no ser posible una celebración de carácter diocesano, les escribo esta carta. La nueva fase que comenzamos nos pide sabiduría, previsión y cuidado común de manera que todos los esfuerzos y sacrificios hasta ahora realizados no sean en vano.
Durante este tiempo de pandemia muchos de ustedes me compartieron, por correo electrónico o teléfono, lo que significaba esta imprevista y desconcertante situación. Así, sin poder salir y tomar contacto directo, me permitieron conocer “de primera mano” lo que vivían.
Este intercambio alimentó mi oración, en muchas situaciones para agradecer el testimonio valiente y generoso que recibía de ustedes; en otras, era la súplica y la intercesión confiada en el Señor que siempre tiende su mano (cf. Mt 14,31).
Si bien era necesario mantener el distanciamiento social, esto no impidió reforzar el sentido de pertenencia, de comunión y de misión que nos ayudó a que la caridad, principalmente con aquellas personas y comunidades más desamparadas, no fuera puesta en cuarentena. Pude constatar, en esos diálogos sinceros, cómo la necesaria distancia no era sinónimo de repliegue o ensimismamiento que anestesia, adormenta o apaga la misión.
Animado por estos intercambios, les escribo porque quiero estar más cerca de ustedes para acompañar, compartir y confirmar vuestro camino. La esperanza también depende de nosotros y exige que nos ayudemos a mantenerla viva y operante; esa esperanza contagiosa que se nutre y fortalece en el encuentro con los demás y que, como don y tarea, se nos regala para construir esa nueva “normalidad” que tanto deseamos.
Les escribo mirando a la primera comunidad apostólica que también vivió momentos de confinamiento, aislamiento, miedo e incertidumbre. Pasaron cincuenta días entre la inamovilidad, el encierro y el anuncio incipiente que cambiaría para siempre sus vidas. Los discípulos, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban por temor, fueron sorprendidos por Jesús que «poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”.
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes!” Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes». Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban al Espíritu Santo”» (Jn 20,19-22). ¡Que también nosotros nos dejemos sorprender!
«Estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor» (Jn 20,19). Hoy, como ayer, sentimos que «el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón» (Const. past. Gaudium et spes, 1).
¡Cuánto sabemos de esto! Todos hemos oído los números y porcentajes que día a día nos asaltaban y palpamos el dolor de nuestro pueblo. Lo que llegaba no eran datos lejanos: las estadísticas tenían nombres, rostros, historias compartidas. Como comunidad presbiteral no fuimos ajenos ni balconeamos esta realidad y, empapados por la tormenta que golpea, ustedes se las ingeniaron para estar presentes y acompañar a vuestras comunidades: vieron venir el lobo y no huyeron ni abandonaron el rebaño (cf. Jn 10,12-13).
Sufrimos la pérdida repentina de familiares, vecinos, amigos, parroquianos, confesores, referentes de nuestra fe. Pudimos mirar el rostro desconsolado de quienes no pudieron acompañar y despedirse de los suyos en sus últimas horas. Vimos el sufrimiento y la impotencia de los trabajadores de la salud que, extenuados, se desgastaban en interminables jornadas de trabajo preocupados por atender tantas demandas.
Todos sentimos la inseguridad y el miedo de trabajadores y voluntarios que se expusieron diariamente para que los servicios esenciales fueran mantenidos; y también para acompañar y cuidar a quienes, por su exclusión y vulnerabilidad, sufrían aún más las consecuencias de esta pandemia.
Escuchamos y vimos las dificultades y aprietos del confinamiento social: la soledad y el aislamiento principalmente de los ancianos; la ansiedad, la angustia y la sensación de desprotección ante la incertidumbre laboral y habitacional; la violencia y el desgaste en las relaciones. El miedo ancestral a contaminarse volvía a golpear con fuerza. Compartimos también las angustiantes preocupaciones de familias enteras que no saben cómo enfrentarán “la olla” la próxima semana.
Estuvimos en contacto con nuestra propia vulnerabilidad e impotencia. Como el horno pone a prueba los vasos del alfarero, así fuimos probados (cf. Si 27,5). Zarandeados por todo lo que sucede, palpamos de forma exponencial la precariedad de nuestras vidas y compromisos apostólicos.
Lo imprevisible de la situación dejó al descubierto nuestra incapacidad para convivir y confrontarnos con lo desconocido, con lo que no podemos gobernar ni controlar y, como todos, nos sentimos confundidos, asustados, desprotegidos. También vivimos ese sano y necesario enojo que nos impulsa a no bajar los brazos contra las injusticias y nos recuerda que fuimos soñados para la Vida.
Al igual que Nicodemo, en la noche, sorprendidos porque «el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va», nos preguntamos: «¿Cómo puede suceder eso?»; y Jesús nos respondió: «¿Tú eres maestro en Israel, y no lo entiendes?» (cf. Jn 3,8-10).
La complejidad de lo que se debía enfrentar no aceptaba respuestas casuísticas ni de manual; pedía mucho más que fáciles exhortaciones o discursos edificantes incapaces de arraigar y asumir conscientemente todo lo que nos reclamaba la vida concreta.
El dolor de nuestro pueblo nos dolía, sus incertidumbres nos golpeaban, nuestra fragilidad común nos despojaba de toda falsa complacencia idealista o espiritualista, así como de todo intento de fuga puritana. Nadie es ajeno a todo lo que sucede. Podemos decir que vivimos comunitariamente la hora del llanto del Señor: lloramos ante la tumba del amigo Lázaro (cf. Jn 11,35), ante la cerrazón de su pueblo (cf. Lc 13,14; 19,41), en la noche oscura de Getsemaní (cf. Mc 14,32-42; Lc 22,44).
Es la hora también del llanto del discípulo ante el misterio de la Cruz y del mal que afecta a tantos inocentes. Es el llanto amargo de Pedro ante la negación (cf. Lc 22,62), el de María Magdalena ante el sepulcro (cf. Jn 20,11).
Sabemos que en tales circunstancias no es fácil encontrar el camino a seguir, ni tampoco faltarán las voces que dirán todo lo que se podría haber hecho ante esta realidad altamente desconocida. Nuestros modos habituales de relacionarnos, organizar, celebrar, rezar, convocar e incluso afrontar los conflictos fueron alterados y cuestionados por una presencia invisible que transformó nuestra cotidianeidad en desdicha.
No se trata solamente de un hecho individual, familiar, de un determinado grupo social o de un país. Las características del virus hacen que las lógicas con las que estábamos acostumbrados a dividir o clasificar la realidad desaparezcan. La pandemia no conoce de adjetivos ni fronteras y nadie puede pensar en arreglárselas solo. Todos estamos afectados e implicados.
La narrativa de una sociedad profiláctica, imperturbable y siempre dispuesta al consumo indefinido fue puesta en cuestión develando la falta de inmunidad cultural y espiritual ante los conflictos. Un sinfín de nuevos y viejos interrogantes y problemáticas —que muchas regiones creían superados o los consideraban cosas del pasado— coparon el horizonte y la atención.
Preguntas que no se responderán simplemente con la reapertura de las distintas actividades, sino que será imprescindible desarrollar una escucha atenta, pero esperanzadora, serena pero tenaz, constante pero no ansiosa que pueda preparar y allanar los caminos que el Señor nos invite a transitar (cf. Mc 1,2-3).
Sabemos que de la tribulación y de las experiencias dolorosas no se sale igual. Tenemos que velar y estar atentos. El mismo Señor, en su hora crucial, rezó por esto: «No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno» (Jn 17,15).
Expuestos y afectados personal y comunitariamente en nuestra vulnerabilidad y fragilidad y en nuestras limitaciones corremos el grave riesgo de replegarnos y quedar “mordisqueando” la desolación que la pandemia nos presenta, así como exacerbarnos en un optimismo ilimitado incapaz de asumir la magnitud de los acontecimientos (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 226-228).
Las horas de tribulación ponen en juego nuestra capacidad de discernimiento para descubrir cuáles son las tentaciones que amenazan atraparnos en una atmósfera de desconcierto y confusión, para luego hacernos caer en derroteros que impedirán a nuestras comunidades promover la vida nueva que el Señor Resucitado nos quiere regalar. Son varias las tentaciones, propias de este tiempo, que pueden enceguecernos y hacernos cultivar ciertos sentimientos y actitudes que no dejan que la esperanza impulse nuestra creatividad, nuestro ingenio y nuestra capacidad de respuesta.
Desde querer asumir honestamente la gravedad de la situación, pero tratar de resolverla solamente con actividades sustitutivas o paliativas a la espera de que todo vuelva a “la normalidad”, ignorando las heridas profundas y la cantidad de caídos del tiempo presente; hasta quedar sumergidos en cierta nostalgia paralizante del pasado cercano que nos hace decir “ya nada será lo mismo” y nos incapacita para convocar a otros a soñar y elaborar nuevos caminos y estilos de vida.
«Llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes!”» (Jn 20,19-20).
El Señor no eligió ni buscó una situación ideal para irrumpir en la vida de sus discípulos. Ciertamente, nos hubiera gustado que todo lo sucedido no hubiera pasado, pero pasó; y como los discípulos de Emaús, también podemos quedarnos murmurando entristecidos por el camino (cf. Lc 24,13-21).
Presentándose en el cenáculo con las puertas cerradas, en medio del confinamiento, el miedo y la inseguridad que vivían, el Señor fue capaz de alterar toda lógica y regalarles un nuevo sentido a la historia y a los acontecimientos. Todo tiempo vale para el anuncio de la paz, ninguna circunstancia está privada de su gracia.
Su presencia en medio del confinamiento y de forzadas ausencias anuncia, para los discípulos de ayer como para nosotros hoy, un nuevo día capaz de cuestionar la inamovilidad y la resignación, y de movilizar todos los dones al servicio de la comunidad. Con su presencia, el confinamiento se volvía fecundo gestando la nueva comunidad apostólica.
Digámoslo confiados y sin miedo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). No le tengamos miedo a los escenarios complejos que habitamos porque allí, en medio nuestro, está el Señor; Dios siempre ha hecho el milagro de engendrar buenos frutos (cf. Jn 15,5). La alegría cristiana nace precisamente de esta certeza.
En medio de las contradicciones y de lo incomprensible que a diario debemos enfrentar, inundados y hasta aturdidos de tantas palabras y conexiones, se esconde esa voz del Resucitado que nos dice: «¡La paz esté con ustedes!».
Reconforta tomar el Evangelio y contemplar a Jesús en medio de su pueblo asumiendo y abrazando la vida y las personas tal como se presentan. Sus gestos le dan vida al hermoso canto de María: «Dispersa a los soberbios de corazón; derriba a los poderosos de su trono y enaltece a los humildes» (Lc 1,51-52).
Él mismo ofreció sus manos y su costado llagado como camino de resurrección. No esconde ni disfraza o disimula las llagas; es más, invita a Tomás a hacer la prueba de cómo un costado herido puede ser fuente de Vida en abundancia (cf. Jn 20,27-29).
En reiteradas ocasiones, como acompañante espiritual, pude ser testigo de que «la persona que ve las cosas como realmente son y que se deja traspasar por el dolor y llora en su corazón, es capaz de tocar las profundidades de la vida y de ser auténticamente feliz.
Esa persona es consolada, pero con el consuelo de Jesús y no con el del mundo. Y de ese modo se anima a compartir el sufrimiento ajeno y a no escapar de las situaciones dolorosas. De ese modo se da cuenta de que la vida tiene sentido socorriendo al otro en su dolor, comprendiendo la angustia ajena, aliviando a los demás.
Esa persona siente que el otro es carne de su carne, no teme acercarse hasta tocar su herida, se compadece y experimenta que las distancias se borran. Así es posible acoger aquella exhortación de san Pablo: “Lloren con los que lloran” (Rm 12,15). Saber llorar con los demás, esto es santidad» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 76).
«“Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban al Espíritu Santo”» (Jn 20,22).
Queridos hermanos: Como comunidad presbiteral estamos llamados a anunciar y profetizar el futuro como el centinela que anuncia la aurora que trae un nuevo día (cf. Is 21,11); o será algo nuevo o será más, mucho más y peor de lo mismo.
La Resurrección no es sólo un acontecimiento histórico del pasado para recordar y celebrar; es más, mucho más: es el anuncio de salvación de un tiempo nuevo que resuena y ya irrumpe hoy: «Ya está germinando, ¿no se dan cuenta?» (Is 43,19); es el porvenir que el Señor nos invita a construir. La fe nos permite una realista y creativa imaginación capaz de abandonar la lógica de la repetición, sustitución o conservación; nos invita a instaurar un tiempo siempre nuevo: el tiempo del Señor.
Si una presencia invisible, silenciosa, expansiva y viral nos cuestionó y trastornó, dejemos que sea esa otra Presencia discreta, respetuosa y no invasiva la que nos vuelva a llamar y nos enseñe a no tener miedo de enfrentar la realidad.
Si una presencia intangible fue capaz de alterar y revertir las prioridades y las aparentes e inamovibles agendas globales que tanto asfixian y devastan a nuestras comunidades y a nuestra hermana tierra, no tengamos miedo de que sea la presencia del Resucitado la que nos trace el camino, abra horizontes y nos dé el coraje para vivir este momento histórico y singular.
Un puñado de hombres temerosos fue capaz de iniciar una corriente nueva, anuncio vivo del Dios con nosotros. ¡No teman! «La fuerza del testimonio de los santos está en vivir las bienaventuranzas y el protocolo del juicio final» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 109).
Dejemos que nos sorprenda una vez más el Resucitado. Que sea Él desde su costado herido, signo de lo dura e injusta que se vuelve la realidad, quien nos impulse a no darle la espalda a la dura y difícil realidad de nuestros hermanos.
Que sea Él quien nos enseñe a acompañar, cuidar y vendar las heridas de nuestro pueblo, no con temor sino con la audacia y el derroche evangélico de la multiplicación de los panes (cf. Mt 14,13-21); con la valentía, premura y responsabilidad del samaritano (cf. Lc 10,33-35); con la alegría y la fiesta del pastor por su oveja perdida y encontrada (cf. Lc 15,4-6); con el abrazo reconciliador del padre que sabe de perdón (cf. Lc 15,20); con la piedad, delicadeza y ternura de María en Betania (cf. Jn 12,1-3); con la mansedumbre, paciencia e inteligencia del discípulo del Señor (cf. Mt 10,16-23).
Que sean las manos llagadas del Resucitado las que consuelen nuestras tristezas, pongan de pie nuestra esperanza y nos impulsen a buscar el Reino de Dios más allá de nuestros refugios convencionales.
Dejémonos sorprender también por nuestro pueblo fiel y sencillo, tantas veces probado y lacerado, pero también visitado por la misericordia del Señor. Que ese pueblo nos enseñe a moldear y templar nuestro corazón de pastor con la mansedumbre y la compasión, con la humildad y la magnanimidad del aguante activo, solidario, paciente pero valiente, que no se desentiende, sino que desmiente y desenmascara todo escepticismo y fatalidad.
¡Cuánto para aprender de la reciedumbre del Pueblo fiel de Dios que siempre encuentra el camino para socorrer y acompañar al que está caído! La Resurrección es el anuncio de que las cosas pueden cambiar. Dejemos que sea la Pascua, que no conoce fronteras, la que nos lleve creativamente a esos lugares donde la esperanza y la vida están en lucha, donde el sufrimiento y el dolor se vuelven espacio propicio para la corrupción y la especulación, donde la agresión y la violencia parecen ser la única salida.
Como sacerdotes, hijos y miembros de un pueblo sacerdotal, nos toca asumir la responsabilidad por el futuro y proyectarlo como hermanos. Pongamos en las manos llagadas del Señor, como ofrenda santa, nuestra propia fragilidad, la fragilidad de nuestro pueblo, la de la humanidad entera.
El Señor es quien nos transforma, quien nos trata como el pan, toma nuestra vida en sus manos, nos bendice, parte y comparte, y nos entrega a su pueblo. Y con humildad dejémonos ungir por esas palabras de Pablo para que se propaguen como óleo perfumado por los distintos rincones de nuestra ciudad y despierten así la discreta esperanza que muchos —silenciosamente— albergan en su corazón: «Atribulados por todas partes, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no aniquilados.
Siempre y a todas partes, llevamos en nuestro cuerpo los sufrimientos de la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,8-10). Participamos con Jesús de su pasión, nuestra pasión, para vivir también con Él la fuerza de la resurrección: certeza del amor de Dios capaz de movilizar las entrañas y salir al cruce de los caminos para compartir “la Buena Noticia con los pobres, para anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (cf. Lc 4,18-19), con la alegría de que todos ellos pueden participar activamente con su dignidad de hijos del Dios vivo.
Todas estas cosas que pensé y sentí durante este tiempo de pandemia quiero compartirlas fraternalmente con ustedes para ayudarnos en el camino de la alabanza al Señor y del servicio a los hermanos. Deseo que a todos nos sirvan para “más amar y servir”.
Que el Señor Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Y, por favor, les pido que no se olviden de rezar por mí.
Fraternalmente,
FRANCISCO
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